Aquel verano, una asociación de suicidas antitaurinos puso en marcha su plan para acabar con los encierros que tradicionalmente se celebraban en ciudades y pueblos. Los miembros de la asociación se hacían pasar por simples corredores, pero se dejaban pillar por el toro a las primeras de cambio, lo que sin duda deslucía la fiesta. Tanta muerte escandalizó a la opinión pública, que exigió la prohibición de tan bárbara costumbre, pues no se podía permitir que nuestras calles se convirtieran en ríos de sangre, hay que pensar en el turismo, blablablá. Los ayuntamientos acabaron cediendo al clamor popular, al fin y al cabo les quedaba el lanzamiento de cabras desde el campanario.
Habiendo cumplido su objetivo, los miembros de la asociación de suicidas antitaurinos decidieron ser más ambiciosos e ingresaron en una academia de toreo.
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