viernes, 10 de julio de 2009

La pereza

Que se levanten otros de la cama, yo me quedo aquí, dijo una mañana Adolfo a Mercedes, su mujer. Ésta se llevó las manos a la cabeza, pues había sido actriz de tragedias griegas en su juventud, y replicó que eso no podía ser, que ni era constructivo ni era nada, que el movimiento se demuestra andando y que a quien madruga, Dios le ayuda. Dios hace cola para chupármela, respondió Adolfo. No, Adolfo, eso no, una cosa es la vagancia y otra, la blasfemia, dijo ella. Él se encogió de hombros y siguió acostado en la cama con la mirada fija en el techo, como si estuvieran emitiendo ahí un programa interesante
Mercedes llamó de inmediato a un médico, que se presentó en la casa con una enfermera sueca que además era modelo de lencería. El doctor auscultó a Adolfo y le hizo decir treinta y tres, después de lo cual admitió que ninguna de las dos cosas servía para un diagnóstico fiable. Podría ser estrés, dictaminó, estrés o la peste negra, a saber.
Insatisfecha con la opinión médica, Mercedes llamó a su vecina, que era curandera y espiritista y convocaba a los muertos en asambleas que se alargaban durante horas. La vecina espolvoreó alrededor de la cama ajo molido para expulsar a los vampiros que habitaran los poros de Adolfo y entonó una letanía en búlgaro, que es un idioma que impresiona mucho a los malos espíritus. Pero Adolfo siguió sin levantarse de la cama, aunque observaba todo lo que pasaba con creciente atención; sobre todo a la enfermera sueca, que, sentada en un rincón, hacía gestos obscenos con una naturalidad encantadora.
Mercedes, ebria de impotencia, se mesó los cabellos, puso los ojos en blanco, se rasgó las vestiduras. La vecina pensó que se trataba de un caso de posesión diabólica, por lo que procedió a arrojarle a la cara excrementos de yak tibetano, algo que les da mucho asco a los demonios y, al parecer, también a Mercedes, que, viéndose cubierta de mierda, vomitó violentamente en el suelo. El doctor aprovechó la confusión reinante para conectar unos electrodos en los pezones de la enfermera sueca y empezó a aplicar pequeñas descargas a intervalos regulares.
Adolfo pensó que no levantarse de la cama había sido una gran idea, pues no recordaba ninguna otra mañana tan animada.

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