—Quiero hablar con mi difunto tío —dice el señor Kausch.
Madame Retourner se ajusta el escote y le pide a Aznavour, su criado, que le traiga el Libro de los Muertos. Aznavour vuelve al rato con una voluminosa guía telefónica que le entrega a la médium. Ésta saca un teléfono de debajo de la mesa y marca el número en cuestión. Pone el «manos libres» para que el señor Kausch pueda participar en la conversación. Suena la voz de una niña:
—Mamá, tengo frío.
—Tu madre no está aquí, niña. Dile a tu padre que se ponga —contesta Madame Retourner.
—Pero tengo frío.
—Pues coge una manta.
Silencio. Se escuchan pasos. Una voz varonil:
—¿Sí? ¿Quién es?
—Tío Herbert, soy Klaus —dice el señor Kausch.
—Hola, Klaus. ¿Ya te has hecho un hombre de provecho?
—En eso estoy. Mira, estoy aquí con una médium.
—Tú siempre con malas compañías. No me dirás que crees en esas supercherías, espero.
—Dejemos eso. Te llamaba porque necesito tu ayuda. He heredado la casa familiar, pero no encuentro las joyas por ninguna parte. Me preguntaba si no tendrías un mapa que revele dónde están ocultas.
—Ah. Lo tenía, sí.
—¿Lo tenías?
—Sí, pero se lo comió el perro —suspira el difunto.
—¡Que se ponga el perro! —grita el señor Kausch, preso de los nervios.
De nuevo, silencio. Luego se escuchan unos ladridos aterradores, aullidos de ultratumba. Es Toby, el perro de la familia. El señor Kausch cuelga el teléfono.
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