—¿Qué haces desnuda? —le espetó su marido al entrar.
—Hace calor, cariño.
—Sí, claro. Seguro que estabas puteando, puta.
—No seas redundante —dijo ella—. La cena estará lista en un momento, en cuanto llegue la pizza.
—Otra vez pizza, no hay manera de comer de forma decente en esta casa. Por cierto, ¿qué has hecho en la casa? Parece otra.
—¿Verdad que sí? Soy una decoradora fabulosa. He seguido las enseñanzas de Strindberg.
—Oye, ¿quién es esta gente de las fotos?
—Modelos. Las fotos venían con los marcos, ¿te gustan?
—Son un poco feos. Tanto los marcos como los modelos.
—Estás de mal humor, eso es lo que pasa. ¿Un día duro en el trabajo?
—Sí. Los suicidas, que se agazapan tras los semáforos y saltan sobre los coches. Hoy hemos atropellado a siete. Claro, los alumnos están en una crisis nerviosa permanente. Me preguntan qué deben hacer si les pasa en el examen. Yo les contesto que en caso de pánico hay que pisar el acelerador, siempre, pero sonriendo, como si no pasara nada. Ante todo, naturalidad.
—Es un buen consejo, casi de sabiduría zen —dijo ella.
—La culpa es del gobierno, que no detiene a los suicidas.
—Tendrían que ejecutarlos, ¿verdad?
—No, que eso es lo que quieren esos viciosos. Mejor que les obliguen a ser felices. Tanto nihilismo no es bueno, ya lo decía mi padre.
—¿Pero tu padre no se suicidó?
—No, fue un terrible accidente.
—¿No se ahorcó?
—Estaba practicando puenting. Quería volver a sentirse joven.
—Bueno, no te preocupes, tengo algo que es mejor que el autoengaño. Una mamada, ¿te apetece? —dijo ella arrodillándose.
—Vale, mientras llega la pizza. Por cierto, ¿cuánto te has gastado en ese armario?
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