Qué guapa es. Siempre. La conocí cuando era una chiquilla de dieciséis años, ahora es madre y todo, pero sigue siendo absolutamente preciosa. Habrá hecho un pacto con el diablo o algo así. En fin, nos detenemos cerca de su casa, la miro, sonrío, no digo nada. Ella me pide que no la mire así y baja la vista. Vaya, es la segunda vez que me dicen eso esta semana, ¿de qué forma miro a las chicas? Imagino que como un psicópata, tendré que pedir a alguien que me grabe y estudiarme luego en casa.
Luego me dice: «olvídate de mí; no soy buen asunto». «Lo sé», contesto yo. «Y olvídate también de esa chica, que tampoco es buen asunto», añade. «Bueno, para mí ninguna lo es, no hay más que fijarse en mis antecedentes», y le doy dos besos castos como haría un hermano, aunque realmente no hay nada inocente en lo que hacemos. «Qué raro», susurra ella como invitándome a besarla, pero no es el lugar adecuado.
Me marcho pensando que tendría que decirle: «quedemos en un hostal barato, será divertido, como si estuviéramos en alguna película europea de los setenta», pero la conozco bien, sólo la idea ya le daría miedo. Además, me diría que no le encuentra el lado romántico a follar en sitios de mala muerte.
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