Ebrio por las calles de la ciudad llamo a cierta chica, que me dice que vaya a verla. Me presento en su piso y en la cama me cuenta que un compañero del trabajo está obsesionado con ella y que quizás venga más tarde, que la noche anterior lo hizo para contarle su vida. «Es un tipo muy violento, machista y celoso», me cuenta. «Es marroquí y se llama Abdul». «Vaya, ¿no podría ser menos estereotipado?», pregunto yo. A eso de las tres y pico de la mañana llaman al portal. Es él, claro. Antes de que pueda protestar, ella se levanta y va a decirle no sé qué. Vuelve y me cuenta lo que ha pasado. Le ha dicho que no puede dejarle pasar, que su compañera de piso está dormida y que no son horas. Él ha contestado que eso no puede ser, que acaba de pasar por el bar donde trabaja la compañera de piso de marras y estaba allí. Ella se ve obligada a improvisar: «sí, pero no se encontraba bien y ha venido». Él no parece nada convencido, pero se marcha. «Imagina que entra aquí y te ve», me dice ella. «Encima está borracho».
Un par de minutos después, vuelve a llamar. Ella comete de nuevo la imprudencia de ir a ver qué quiere. «Lo vas a pagar», es básicamente todo lo que dice el tal Abdul. Ella vuelve a la cama y ya es hora, que empieza a dolerme la cabeza y lo que me apetece es dormir; es tarde y ya no tengo edad para chorradas de Otelo, el moro de Venecia.
A las cinco de la mañana, o a las cinco y media, vuelve a sonar el timbre del portal. «Que le den por culo, ya se cansará», digo yo. Pero no se cansa, no. Llama insistentemente durante más de media hora, en un alarde de estabilidad mental. Entonces un vecino decide intervenir y lo hace... abriéndole la puerta. En esta parte de la ciudad no hay ni una sola persona cuerda, por lo visto. ¿O acaso es normal abrirle a un psicópata que llama al portal durante cuarenta y cinco minutos? Imagino que el vecino habrá pensado: que la mate ya, pero sin despertar a todo el edificio. Bien, el caso es que ahora tenemos al psicópata en la puerta del piso, llamando al timbre y no tocando alegres melodías, no, sino tocando todo el rato la misma, la sonata del loco, una y otra vez, una y otra vez, como descargando su furia homicida en el timbre. Yo con resaca y un marroquí furioso en la puerta, menuda noche. Empiezo a cabrearme, lo que no es nada juicioso, que me lo imagino de dos metros, de rostro patibulario, con los ojos inyectados en sangre. Da igual, qué cojones, la razón me asiste y me duele la cabeza. Pero como sueño con una muerte mejor, le digo a la chica que llame a la policía, al fin y al cabo sigo midiendo 1,70 y lo único que sé de boxeo es Ali, bomaye.
Afortunadamente para todos, la autoridad competente resuelve la situación a eso de las siete de la mañana.
«¿Escribirás de esto?», me pregunta ella por la tarde. «Sí, supongo que sí», respondo. «¿Ves cómo soy tu musa?», dice con una sonrisa, «te sirvo de inspiración». «Bueno, no sé si tú o el moro», contesto yo.
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