He pasado la tarde mirando libros que no puedo comprarme. Me vendría bien un trabajo (o ganar un concurso de macramé). Ya podría contratarme alguna revista de tendencias para que escribiera una columna de actualidad. Se lleva la vida, está demodé la muerte. La televisión, qué ver: nada, salvo algunas series yanquis. Música: hablar del enésimo disco que suena igual que un millón de discos anteriores. Criticar a la chica joven con talento que deja el rollo folkie para grabar una mierda de canción con un moderno que no sabe si llevar barba o patillas. O hablar de política. El gobierno: hay que derribarlo siempre. La oposición: hay que derribarla siempre. Escribir de cuando Nietzsche embadurnaba de heces las paredes del manicomio de Basilea. Bueno, eso no es muy actual. Hablar de la destrucción del amor, del cambio climático, de enfermedades venéreas, de campañas subnormales para jóvenes, de la crisis económica, de crucifijos, de zapatazos al presidente de Estados Unidos, de fútbol, de violencia doméstica.
Pasar de puta del Vietcong a vender vídeos de aerobic, ahí está la clave. Hay que saber venderse y yo eso puedo hacerlo muy bien, que ya no creo en nada. El nihilismo es un humanismo y blablablá. Renunciar, al final todo se reduce a eso. Lo cierto es que yo tengo muy poco de zen, aunque me deje convencer por Marina cuando me dice que vaya con ella a meditar a Barcelona. No aguantarás ni un día, me dice, y tiene razón, que yo soy de discutir a los cinco minutos con el líder de la secta. Pero digamos que no, digamos que puedo ser otro, que uno puede y debe crearse como una obra de arte, ya lo decía Foucault, creo. Una obra de arte controvertida y que atente contra las buenas costumbres. O todo lo contrario y recibir subvenciones.
En otro orden de cosas, las calles están llenas de chicas guapas, pero todas van del brazo de otro. Qué extraño es todo.
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