jueves, 4 de septiembre de 2008

Del humor en la clandestinidad

Siempre he estado solo en esto, ni siquiera mi familia entendió mi decisión. Recuerdo la bronca que me echó mi padre cuando me pilló maquillándome frente al espejo. «¿Qué coño estás haciendo?», me gritó. «Papá, quiero ser payaso», contesté yo con la cara pintada de blanco y carmín en los labios. «¿Payaso? Qué vergüenza, habría preferido que me hubieras dicho que eres marica», fue su respuesta. Y me dio una bofetada diciendo que ningún hijo suyo iba a ser el hazmerreír de los demás. A partir de entonces tuve que ocultar mis payasadas, aunque siempre llevaba en el bolsillo una nariz de payaso que me ponía cuando estaba seguro de que no me veía nadie. «Damas y caballeros, el payaso Mandolini», me decía a mí mismo, y el público imaginario aplaudía lleno de entusiasmo.
Un día estaba con mi novia en la cama, charlando después de hacer el amor, y le confesé el sueño de mi vida. Ella al principio pensó que estaba bromeando, pero al darse cuenta de que no era así se horrorizó. «Yo no pienso ser la novia de un payaso», me dijo, «¿qué va a pensar la gente de mí». «Que estás con un artista de verdad», contesté yo. Pero no sirvió de nada, fue llorando a explicarles a sus padres que su novio era un monstruo. Aquel día se acabó lo nuestro y entendí lo del payaso triste. Hice entonces lo único que se me ocurrió para levantarme el ánimo. Me puse la nariz frente al espejo y ensayé diversas muecas.

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