-Hola.
-Hola, P.
-Oye, no puedo dormir. ¿Me cuentas un cuento?
-¿Te has fijado en que "me cuentas un cuento" no nos suena mal? Pero piensa si dijeras "pregúntame una pregunta".
-No sé. Bueno, ¿me lo cuentas?
-Claro, ahí va uno cortito: te quiero.
-Oh, sí, qué gracioso. Me estoy arrepintiendo de haberte llamado.
-Vale, vale. ¿Quieres que te cuente El enebro? Tiene asesinatos y canibalismo, como todo buen cuento infantil.
-Creo que no tengo el cuerpo para eso ahora.
-Te contaré entonces el de Feldespato, el chico de las piedras.
-¿Seguro que es un cuento? Parece una gilipollez de las tuyas.
-Calla y escucha. Feldespato era hijo de geólogos, de ahí su nombre, pues sus padres decidieron que querían mostrar al mundo no sólo el amor que había entre ellos, sino también el que sentían hacia las rocas, amor éste tan profundo como el magma. Feldespato creció sano y fuerte y obsesionado con los adoquines de su calle, ya que había heredado la afición de sus padres, aunque con bastante desacierto, pues llevaba una y otra vez a casa un adoquín y preguntaba: ¿Qué es esto? Un adoquín, Feldespato, le contestaban. A lo que él respondía: ¿Un adoquín o feldespato? Y se reía, que no sé si te he dicho que era un poco idiota.
-A mí lo que me parece idiota es el cuento.
-Si quieres, lo dejo aquí.
-No, venga, sigue.
-Vale. Feldespato siguió creciendo como se empeñan en hacerlo los niños y pronto entró en la adolescencia. Bueno, pronto no entró, entró al mismo tiempo que los chicos de su edad, pero ya me entiendes. Entonces empezó a relacionarse con chicas, que eran más interesantes que las piedras, aunque parecidas en lo que respecta a sentimientos humanos. Las chicas eran espeleólogas, lo comprendió enseguida, pues se interesaban por cuerpos cavernosos, cosa que le hacía muy feliz. Un día conoció a una chica especial, aunque se dice que todas las que nos gustan lo son, pero ésta ciertamente lo era. Era una chica que acababa de llegar al pueblo, se llamaba Antracita, y entre ambos surgió una pasión incontenible, una pasión que los llevaba a estar todo el santo día encamándose, y es que era natural, que los encantos de Antracita eran evidentes con esos escotes y minifaldas y Feldespato no era de piedra, aunque una parte de su anatomía sí lo parecía cuando Antracita estaba cerca. Este desenfreno en sus cuerpos juveniles parecía positivo, sobre todo para coleccionar orgasmos, que también eran más interesantes que las rocas que tanto apasionaban a los padres geólogos de Feldespato, pero resultó que éste enfermó de súbito, tan de súbito que falleció de la noche a la mañana, causando una gran consternación en el pueblo, pues Feldespato era querido por todos como buen personaje singular. La que más lloraba era Antracita, aunque algunas personas insidiosas afirmaban que era porque sabía que después de eso le iba a costar volver a tener novio, que los chicos iban a tener miedo de ella, de su vagina insaciable y mortífera. El pobre Feldespato, como buen difunto, fue sepultado bajo una losa del más fino mármol que se podía encontrar, seleccionado por sus padres. Pero fue justo en el funeral cuando se reveló la verdad de lo acontecido. Los padres de Antracita explicaron que en el pasado habían sido bacteriólogos y que en el transcurso de sus experimentos habían resultado infectados por una rara variedad de bacilo, pero que no desarrollaban la enfermedad. Esto les había sucedido estando la madre de Antracita embarazada, por lo que la chica había nacido portadora. Este bacilo, explicaron, pertenecía a la familia del "Bacillus Anthracis", que causa el carbunco, que suena a carbón pero no lo es, también conocido como ántrax. Era por eso que su hija se llamaba Antraxita, que no Antracita, se trataba todo de un error de pronunciación, un error producto de las diferencias culturales entre el pueblo y la ciudad. Esta explicación, lejos de calmar los ánimos, hizo que los asistentes al funeral reaccionaran con violencia y, a pedradas, mataran a la familia de Antracita-Antraxita, lo que se puede considerar una victoria moral de los geólogos sobre los bacteriólogos. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. ¿Oye, sigues ahí?
No contesta, pero la oigo respirar rítmicamente. Está dormida. No cuelgo y dejo el teléfono junto a la almohada, por si se despierta en mitad de la noche. Al fin y al cabo, la llamada la paga ella.
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