sábado, 16 de febrero de 2008

El primer amor

Una noche, follando con Marta, mi mujer, descubrí que, desde el ángulo adecuado y con la luz precisa, se parecía a Sara, mi primer amor. Estuve perdidamente enamorado de Sara durante toda la adolescencia, pero nunca me hizo caso, lo que sólo sirvió para que me obsesionara más con ella. Al acabar el bachillerato se marchó a otra ciudad a estudiar una carrera y desapareció de mi vida para siempre, aunque imagino que ella nunca sospechó que formaba parte de la vida de un desconocido. Después de tantos años estaba convencido de que por fin la había olvidado, pero, aquella noche, mientras efectuaba rítmicos movimientos pélvicos, descubrí que no. Marta y yo hicimos el amor como nunca, aunque yo en realidad con quien lo estaba haciendo era con Sara.
A partir de entonces, las cosas se complicaron. Me obsesionaba el parecido de Marta con Sara, pero este parecido no era perfecto, lo que hacía que me enfadase con ella, aunque no le aclaraba el motivo de mi enfado. Donde más diferían ambas era en el color del pelo. Marta era morena, mientras que Sara era rubia, y ya la primera me había manifestado en numerosas ocasiones su animadversión hacia “las rubias de bote”. ¿Qué hacer? Yo la quería rubia, quería que fuera Sara, pero no sabía cómo convencerla para llevar a cabo este cambio capilar.
Por otra parte, estaba el problema del nombre. Estuve a punto de llamarla Sara un montón de veces, pero afortunadamente me contuve a tiempo, excepto una vez en la que estábamos haciendo el amor y se me escapó la primera sílaba: Sa… Lo remedié convirtiéndolo en un “sí” como pude.
Logré una solución parcial con respecto al nombre convenciéndola de interpretar papeles en la cama para añadirle picante a nuestra vida sexual. Ella sería Sara y yo sería Bernardo, pues por lo visto le parecía muy cómico acostarse con alguien con ese nombre. Pero este arreglo resultó contraproducente, ya que ahora me costaba mucho más no llamarla Sara. Podía solventarlo, si se me escapaba, explicándole que era mi forma de comunicarle que me apetecía algo de “acción”, pero no soy ningún semental y con tanta acción pronto estaría fuera de combate.
La solución a mi problema me la dio el cine. Un sábado por la noche emitieron Bonnie and Clyde y, de pronto, lo vi todo claro.
Lo primero era arruinarnos, lo que evidentemente no me costó demasiado trabajo. En secreto fui dilapidando nuestros modestos ahorros y, al poco tiempo estábamos en la ruina absoluta, provocando nuestra desesperación (fingida en mi caso y auténtica en el de Marta). Este era el momento que había esperado. Le expliqué pacientemente mi plan. Me contestó que era una locura. Le di la razón, pero repliqué que sólo una locura nos podía sacar de esta pesadilla. No accedió aquella noche, pero un par de días después veía las cosas de otra manera.
Al cabo de una semana, atracamos un banco y nos convertimos en fugitivos de la justicia. Para no ser reconocidos, cambiamos de aspecto y adoptamos identidades falsas. Yo me dejé crecer una espesa barba y pasé a ser “Bernardo”. Marta se tiñó el pelo de rubio y se convirtió en “Sara”. Por fin.
Todo es perfecto ahora. Creo que soy un tipo muy afortunado, pues poca gente puede presumir de llevar una excitante vida criminal junto al amor de su juventud.

No hay comentarios: