jueves, 4 de octubre de 2007

Historias tontas (3)

"Sobre la nada y las estrellas", se llamaba mi primer poemario, el que me hizo un nombre en la comunidad literaria de mi pueblo, que si bien no era muy numerosa, sí hacía mucho ruido, sobre todo en los plenos del Ayuntamiento, cuando íbamos a pedir subvenciones. El poemario aquel, el que hizo que las vecinas felicitaran a mi madre, era un tratado sobre las relaciones humanas, es decir, como rezaba el título, sobre la nada. Lo de las estrellas lo añadí en el último momento, pues supuse con acierto que la crítica lo tomaría como un guiño a Dante y que eso me haría ganar puntos. El cura, que era el presidente del jurado, me confió que aquel detalle fue determinante.

"Oh, querida, el bigote hitleriano te queda mejor que a mí y otros poemas", mi segundo poemario, fue la causa de mi caída. Nadie entendió el cambio de lenguaje, de temas, de tono. Y mucho menos mi madre, que lloraba y lloraba mientras me preguntaba por qué tenía que escribir esas cosas horribles, que si era mi forma de castigarla. Enseguida los otros miembros de la comunidad literaria del pueblo -el cabrero y el carpintero- dejaron de devolverme el saludo. Las vecinas, que antes me pedían que les firmara autógrafos, cambiaban de acera cuando me veían por la calle (literalmente, no es que se hicieran lesbianas).

Así fue cómo, después de sólo dos poemarios, abandoné la literatura rural y me decanté por una vida más sencilla y menos polémica.

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