lunes, 29 de octubre de 2007

Averías

Estábamos en la cama, en ese impasse que se produce después del sexo entre dos personas que no tienen mucho que decirse, y he comentado, por romper el silencio: Siempre he querido amar, pero todas las veces he acabado odiando. Lucía me ha mirado enfadada y ha contestado: tú no quieres una amante, sino un público, alguien que te escuche con embeleso. Dicho esto, se ha levantado de la cama y ha entrado en el cuarto de baño, lo que me ha permitido admirar con detenimiento sus gloriosas nalgas, que siempre han sido mi parte preferida de la anatomía femenina. Algo de razón tiene, me he dicho, soy un escritor en busca de público. El problema es que no escribo mucho. En realidad, prácticamente nada. Trabajo de corrector, que no es precisamente la actividad más artística del mundo, y me paso el día corrigiendo el trabajo de otros mientras pienso en las novelas que no escribo. También pienso a veces en las nalgas de Lucía, que trabaja conmigo y además es mi amante. Lucía se niega a ser mi público, pero lo compensa con el mejor culo del mundo editorial. Mi mujer, que responde al anticuado nombre de Matilde, ni quiere ser público ni tiene unas nalgas que recordar en días de invierno. Es una mujer de profundas convicciones cristianas, creo.

Lucía ha salido del cuarto de baño y con ello ha puesto fin a mis pensamientos. He apartado las sábanas, invitándola a volver a la cama, y he dicho: ¿no te das cuenta de que si quiero que seas mi público es porque me importas? Ella ha empezado a vestirse y me ha soltado un sonoro “vete a la mierda”. Luego se ha marchado y me ha dejado preguntándome cómo me las apañaré para escribir esto, si es que lo hago, de forma que quede como un héroe.

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