Como tengo la indecorosa intención de presentarme a Málagacrea 2005, el mismo certamen que critiqué ferozmente el año pasado (lo que demuestra que soy coherente, nada como atacar una organización desde dentro), fui ayer a registrar los dos relatos que pienso presentar y, ya de paso, aproveché para registrar también algunas cosas que he escrito en los últimos siete años: ahí iba yo, ufano y alegre, con mis 313 páginas bajo el brazo, lo que supongo sería un espectáculo lamentable. Al llegar al Registro de la Propiedad Intelectual, descubrí que, efectivamente, como me había dicho Artevic, estaba en el mismo edificio que un hostal (de hecho, el hostal era el piso superior). Me pareció un poco cutre y desalentador, sobre todo con el entusiasmo juvenil que me había traído de casa. Por un momento imaginé que me equivocaba, entraba en el hostal y dejaba mi mamotreto allí, con el consiguiente estupor del propietario o propietaria.
Subí las escaleras y llegué a una puerta con un gran cartel que decía algo como: "Junta de Andalucía. Bla, bla, bla, Patrimonio Histórico". Pensé que me había equivocado de sitio, porque ni en mis mayores delirios de grandeza había pensado en registrar mis cosas como patrimonio histórico. El caso es que llamé, aunque fuera por preguntar, pero no contestó nadie, así que abrí la puerta y me encontré un despacho vacío, si exceptuamos la presencia de un escritorio y alguna que otra planta decorativa. Por un momento se me pasó por la cabeza rebuscar en los cajones por si había algo de valor, pero fue sólo un fugaz instinto delictivo. Una inspección más exhaustiva del lugar me llevó a descubrir otra puerta con un letrero, escrito a mano, que decía: Registro de la propiedad intelectual. De pronto los dioses habían decidido sonreírme.
Traspasada la puerta, llegué a un despacho donde dos amables señoritas, que en realidad eran cincuentonas antipáticas, simulaban estar atareadas. También se encontraba allí en ese momento un hombre que estaba registrando tres volúmenes como el mío. Se le veía orgulloso e ilusionado. Una vez que el hombre salió, las funcionarias empezaron a ridiculizarle y a reírse de aquello que había registrado. Yo hice como que era subnormal y no me enteraba de nada, ya que no quería contrariarlas en nada por si me obligaban a rellenar cuarenta formularios como penitencia.
La funcionaria que me atendió, aparte de mostrar desdén hacia mi persona todo el rato (yo intentaba hacerme el simpático, pero ella sólo me devolvía miradas gélidas, creo que sólo sonrió cuando me fui), parecía tener menos idea que yo de todo el asunto. De hecho, la frase “con ilustraciones que no son del autor (se excluyen)” ella la interpretaba como “con ilustraciones en las que no aparece posando el autor”. Con dos cojones. A pesar de todo seguí sus indicaciones, ahora me pregunto si no habré registrado mi obra a su nombre sin darme cuenta.
Después tuve que bajar al banco que había al lado para pagar unos once euros y pico a la administración por tomarse la molestia de aceptar registrar mis textos como míos (o de la funcionaria, vete tú a saber). Cuando volvía con el recibo me encontré junto al ascensor a un hombre que había venido a registrar un programa suyo. Yo prefiero siempre subir por las escaleras, pero por no hacerle el feo subí con él en el ascensor, donde se produjo la siguiente conversación:
Él: ¿Programador?
Yo: Eh... no, he venido a registrar una obra literaria.
Él: Ah, ¿escritor?
Yo: Sí, como tantos.
Apasionante. Luego me pidió que le dedicara el libro si lo publicaba. Un tipo simpático.
Al marcharme, me dio la sensación, no sé por qué, de que sólo estaban esperando que saliera por la puerta para echar mi obra al fuego. Casi me dieron ganas de volver a por ella. Esa noche, volviendo a casa en el tren, se me ocurrió que aquel sitio era como un gran almacén de sueños en el que gente como yo dejaba el suyo con toda la ilusión del mundo, aunque al final casi todos aquellos sueños no llegaban a nada.
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