En Santiago, una de las veces que fui al comedor que tenía montado la casera de Lara (donde almorzaban y cenaban los inquilinos y donde, por cierto, yo comía por la patilla, lo que hacía que todo me resultara delicioso), me fijé en que los hombres nunca se servían la comida, sino que esperaban tras su plato, con expresión desvalida, a que una solícita fémina lo hiciera por él. Impagable el rostro de felicidad que tenían cuando les estaban sirviendo, como si fueran niños. Por un momento me sentí avergonzado de mi propio sexo, quise levantarme y gritar: "¿Es que no sois hombres? ¿Sois incapaces de llenar vuestro propio plato?" Indignado, aparté la vista y le pregunté a Lara si podía servirme la comida, por favor.
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