Aquella mañana, Aznar despertó de su sosegado sueño lleno de energía y dispuesto a combatir a masones, comunistas y pancarteros como de costumbre, pero todas sus buenas intenciones quedaron apartadas cuando se miró en el espejo, para admirar su rostro de líder mundial como hacía siempre, y descubrió con pavorosa sorpresa que su flamante bigote, envidia de hombres y reclamo de mujeres, había desaparecido por completo. Ahí estaba su labio superior: descapotable. Esto no puede estar pasando, tiene que ser una pesadilla, se dijo, pero un pellizco aplicado en el brazo (en el culo habría sido pecado), le demostró rápidamente que realmente había perdido el bigote. “Esto es un complot del tripartito”, pensó, “seguro que Carod lo ha hecho por envidia, para que su bigote sea el más importante de la clase política española”.
Enseguida reunió a sus fieles, que estaban consternados al contemplar la superficie desierta bajo la nariz de su líder. Ana Botella lloraba desconsolada en un rincón: “¿qué van a decir las revistas?” Acebes enseguida le atribuyó la autoría del robo del bigote a la ETA, aunque ante la mirada reprobatoria de Gallardón admitió que no había que cerrar otras líneas de investigación por el momento. Rajoy preguntó si recordaba dónde lo había dejado al acostarse. Loyola de Palacio le aseguró que así estaba más atractivo, que se parecía a Colin Powell. Entonces Gallardón comentó: “parece que tienes menos pelo... y las cejas un poco más arqueadas, ¿no?”. Eso hizo que se desatara la alarma entre los presentes: era cierto, Aznar se daba un aire a... a... ¡a Zapatero! Incluso sonreía sin mostrar los dientes.
¿Qué hacer? Así no podía dar sus flamantes clases en Georgetown, ellos habían contratado a José María Aznar, el gran estadista, no a José Luis Rodríguez Zapatero, ese rojo ateo. Fraga sugirió el suicidio, para disimular; pero como no se le entendía al hablar, Rajoy contestó: “está usted cada día más joven, Don Manuel”. De pronto, Aznar dijo: “no os preocupéis, chicos, esto se soluciona con diálogo y talante”. Todos palidecieron al escuchar esas palabras. Acebes aventuró que estaba claro que la ETA había envenenado al ex presidente, en un claro plagio de lo que le había pasado al ucraniano ese de nombre impronunciable. Todos estuvieron de acuerdo, eso sí, en que la culpa era de un tercero.
Aquella misma mañana, Zapatero se despertó lleno de un extraño mal genio. Al mirarse en el espejo, comprobó sorprendido que tenía bigote.
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