Salí precipitadamente de Málaga aquella noche con la promesa de bellas aventuras (y bella mujer) en tierras viguesas, donde, entre otras cosas, conocería al ínclito Ozimandias de forma tridimensional. El viaje transcurrió sin sobresaltos, aunque eché de menos unas palomitas de maíz mientras en el autobús nos ponían "El inspector Gadget". De madrugada llegué a Madrid, ciudad donde me había liado unos meses antes con una chica de 17 años (sí, me encanta contarlo). Esperé sentado pacientemente a que abrieran las taquillas para adquirir mi billete a Vigo y al paraíso sex... esto, esperé a que abrieran las taquillas. Una vez abiertas, el amable vendedor, que me miraba como si me hubiera tirado a su mujer, me informó de que sólo quedaban billetes para el autobús que salía a las once de la noche. Bien, tropecientas horas en Madrid sin nada que hacer y encima cayéndome de sueño. Tras pasear durante horas por la gran urbe y leerme en el Retiro un par de libros de los que llevaba, volví a la estación de autobuses a esperar las cinco horas que me quedaban mientras insultaba a todos los dioses habidos y por haber. Finalmente a las once salió mi autobús y unas horas después estaba en Vigo.
Eran las cinco y media de la mañana. Lloviznaba. Me hice amiguete de otro melenudo en la estación. Finalmente apareció Lara con una gran sonrisa y nos fuimos a un estudio de sus padres que estaba deshabitado y que iba a ser el centro de operaciones durante la aventura viguesa. Yo estaba muy cansado, quería ducharme, lavarme los dientes, etc, pero en vez de eso hicimos el amor y luego dormimos un rato (poco).
Pasamos el día entero en la cama y, entonces sí, la vida resultaba hermosa.
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