viernes, 4 de julio de 2014

Nirvana, 20 años después

Que veinte años no es nada y que siempre se vuelve al primer amor, cantaba Gardel. Y ahí estoy yo, jueves 10 de abril de 2014, en la exposición de la Térmica que «celebra» los veinte años pasados desde la muerte de Kurt Cobain, cantante y líder de Nirvana. Nirvana, mi primer amor. Qué rápido pasa el tiempo, pienso, aunque no me siento tan diferente del quinceañero que fui. Pero es inevitable pensar que aquella fue una época más inocente (todas las épocas anteriores lo parecen), sobre todo cuando entro en el santuario de la nostalgia y veo las fotografías de unos jóvenes Kim Gordon (bajista de Sonic Youth), Chris Cornell (cantante de Soundgarden), Mark Lanegan (Screaming Trees), Eddie Vedder (Pearl Jam, los únicos que han continuado sin interrupciones, aunque sin la fuerza de antaño). Kurt es el único que sigue siendo joven después de tanto tiempo, claro. Siempre lo será. Nos mira desde las fotos como si siguiera vivo. Como si nada hubiera pasado. Lleno de promesas.
También hay sitio en la exposición para el Gran Satán, por supuesto: Courtney Love. Toda generación necesita una bruja a la que odiar. Pero me quedo sobre todo con las fotos tiernas de Kurt Cobain con su pequeña hija Frances, que ahora es veinteañera. Uno se pregunta qué sentirá la chica al ver estas fotos, si sentirá la nostalgia de algo que no recuerda haber vivido (era demasiado pequeña). Su padre murió veinteañero, como es ahora ella. Pasarán los años y Frances será mayor de lo que nunca pudo ser él. Es extraña la vida.
Pero dejo de pensar en esto y me uno al grupo de gente que ve en respetuoso silencio el documental Kurt Cobain: About a son, de A.J. Schnack. Kurt, Kurt que estás en los cielos, ¿por qué nos has abandonado a esta vida tan gris? ¿Sabes que después del grunge vinieron las Spice Girls? Fuiste listo y saltaste antes de que fuera demasiado tarde. A nosotros el vacío nos envolvió y su sonrisa era como la de Courtney Love.
Con el corazón encogido, salgo y paso por delante del Kurt troquelado de la entrada, donde unas chicas monas y con aspecto de pijas se sacan una foto. Sáquese una foto con el ídolo muerto. Me pregunto qué diría Kurt de todo esto, pero yo también soy un hipócrita, que voy de lo más contento con las fotos gratuitas que unas amables azafatas dan a los visitantes de la exposición. Voy a montar un altar en casa, pienso, y en él tendrá un lugar destacado la foto que me ha firmado Charles Peterson, fotógrafo de Sub Pop (y que antes de la exposición dio una charla de lo más interesante sobre toda aquella época, aunque la atroz traducción simultánea seguramente se la estropeó a los no angloparlantes).
El final de fiesta es un ambigú con música grunge. Otro canto a la nostalgia, bañado en alcohol. El mismo día que Nirvana entra en el Rock and Roll Hall of Fame, nosotros bebemos a la salud de Kurt en un sórdido rincón de Europa. Nos canta desde ultratumba canciones que recordamos a la perfección, después de tantos años. Y pensamos: qué bonitos fueron los noventa, aunque todos queríamos suicidarnos.

Publicado originalmente en Modernícolas

1 comentario:

Microalgo dijo...

Yo me quería suicidar a los ochenta, porque soy más viejecito.

No lo hice porque morirse escuchando a los Bee Gees es una ignominia.

(Y a partir del ochenta y cinco, y discúlpenme por ello, Silvio Rodríguez y aprender a tocar la guitarra. Para qué suicidarse cuando uno tiene cosas que hacer).