Un buen día, el señor Moreno decide dejarse bigote. Esto no tendría nada de extraordinario si no fuera porque decide dejarse bigote hitleriano. Para que le respeten en el trabajo, piensa. Para que le miren las mujeres, que Hitler tenía mucho éxito entre ellas, al menos en Alemania. Para disimular, se deja crecer durante los siguientes días un bigote completo; cuando éste está ya lo bastante poblado, se afeita los laterales. Ya está, es Hitler. O al menos se parece, aunque no lleva el flequillo como él. Pero ese bigote tan característico. Ese bigote le da prestancia a su rostro. Es otro, de pronto. Es el diablo. Es alguien a quien obedecer.
Sale de casa lleno de una fuerza nueva, dispuesto a comerse el mundo. Por el camino se cruza con unos niños que van al colegio. Le miran. Le miran y se ríen de él. «¡Mirad, es Franco!», dice uno de ellos. El señor Moreno menea la cabeza: seguro que las juventudes hitlerianas eran más respetuosas. Y más cultas. Luego fantasea con su llegada al poder. Creará las juventudes morenistas, que serán un ejemplo de virtud. Niños como ángeles vengadores.
En la oficina no se levantan al verle. Él esperaba que le saludaran, prietas las filas, con el brazo en alto. Pero no. Sólo le miran con estupefacción durante unos segundos y luego siguen con lo suyo. ¿Serán la oposición comunista? Pero entonces aparece el jefe y le dice: «Moreno, llega tarde. Eh, ¿y ese bigote de Charlot?». Y la oficina estalla en carcajadas y el señor Moreno piensa que tendrá que preparar cuidadosamente su putsch.
1 comentario:
La humanidad le debe mucho a Chaplin. Está claro.
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