Recuerdo una vez que me peleé en el colegio. Sucedió que un niño me golpeó porque no le gustaba mi forma de respirar o algún otro oscuro motivo. Yo, no encontrando réplica ingeniosa a tal tropelía, respondí también con la violencia física. Estábamos atizándonos con suma dedicación cuando se materializó junto a nosotros un profesor que enseguida detuvo el improvisado combate. Después nos conminó a estrecharnos la mano. Me pareció raro, era como si el profesor creyera en la magia, como si pensara que una vez efectuado ese ritual quedaría olvidado el encono. El otro niño me tendió la mano, con la mirada torva. Yo entonces pensé que por qué demonios debía la víctima darle la mano a su agresor, que qué clase de pantomima era ésa. No cambiaba nada, era un acto hipócrita. Así que me metí las manos en los bolsillos, en un gesto deliberado de justicia universal (bueno, algo así), aunque el profesor pensó que tenía delante a un rebelde, un alborotador, un trotskista infantil o algo peor. Meneando la cabeza, declaró que se sentía decepcionado por mi actitud. A mí me pareció el colmo de la injusticia.
Eso sí, con los años no me ha quedado más remedio que aprender a dar la mano.
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