(Esto lo escribí para Pezespada)
Sonó el teléfono y cuando lo cogí era una voz extraña la que me habló desde el otro lado de la línea. Una mujer joven y alterada (como todas las mujeres jóvenes, podría decir).
—Hola. Sé que no esperabas que te llamara, no ahora, después de tanto tiempo. Pero es que hace mucho que no. Que no soy feliz, que no tengo ganas de sonreír por tonterías, que no tengo ganas de dejar pasar simplemente la tarde porque la noche será única. La verdad es que nada de esto tiene tanta gracia sin ti, pero no lo sabía entonces. No, no digas nada, por favor. Ya lo sé. Lo sé todo, yo soy la primera en reprochármelo. Pero quiero verte. Bueno, es más que eso. Quiero que me folles. Ahora. Quiero que me empotres en la estantería y me la claves muy adentro. Quiero que me folles mientras llueven sobre nosotros libros de autores muertos. Quiero que la vida sea otra. Mejor. Contigo.
Yo sólo atiné a musitar «sí». Me dejé llevar por un momento de locura. Sencillamente, quería ser el destinatario de esa llamada. Quería escuchar esa voz toda la vida. Quizá fuera un momento de cordura.
—¿Sí? ¿De verdad? Genial. Tengo tantas ganas de verte, tantas cosas que contarte. Dicen que estoy más rubia, pero ya lo verás. Ven. Ven a quitarme la ropa, te necesito ahora. Ven a casa. Ya no vivo junto al parque, ¿sabes? Espera, apunta mi dirección.
Media hora después, llamaba a su puerta. No sabía qué decirle cuando abriera, cómo explicarle qué hacía ahí, por qué no le había dicho por teléfono que se había equivocado de número. No había excusas para mi comportamiento. No había manera siquiera de inventar unas.
Abrió la puerta la chica más bonita del mundo. Llevaba un vestido azul. Me observó con una gran sonrisa.
—Cuánto has cambiado —dijo—, pareces otro.
Yo empecé a desabrocharle el vestido.
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