Su Alteza Serenísima, el príncipe Helmut IV, creía estar destinado a grandes empresas, no en vano era pariente de la recientemente fallecida Reina Victoria, la que fuera monarca de la potencia más grande de la Tierra. Claro que, para desgracia del príncipe Helmut, él no gobernaba ninguna potencia, sino un pequeño país centroeuropeo enclavado entre las montañas: Silvonia. Por otra parte, su parentesco con la Reina Victoria era bastante lejano, pues era sobrino de una prima segunda (o tercera, no estaba claro) de aquella. Nada de esto desanimaba al joven príncipe, que era un firme voluntarista y que al subir al trono se había prometido a sí mismo que cambiaría el estado de las cosas durante su reinado.
Lo primero que hizo fue convocar a palacio al viejo canciller, Telhefunken, para comunicarle que el principado se convertía en imperio de forma inmediata. Telhefunken se alarmó al escuchar esto y arguyó que difícilmente podía ser Silvonia un imperio cuando su extensión era tan reducida. Helmut contraatacó afirmando que la grandeza de una nación no se mide por su extensión territorial, sino por el carácter de sus gentes y, sobre todo, el de sus gobernantes. Silvonia debía ser un imperio o bien no ser en absoluto, concluyó el príncipe, y el viejo Telhefunken tuvo que claudicar y disponerlo todo de manera que, al cabo de una semana, se proclamó el nuevo Imperio de Silvonia.
El pueblo aceptó de buen grado el nuevo estatus de la nación cuando se confirmó que pasar a ser un imperio no acarreaba una subida de impuestos. Las potencias europeas no reaccionaron con hostilidad como temía Telhefunken, sino más bien con indisimulada chufla. «Si Silvonia quiere ser un imperio, que lo sea; ahora pasemos a asuntos serios», parecía ser la actitud general. Un importante periódico de Londres afirmó que Silvonia era, junto a Liliput y el país de Oz, una de las mayores amenazas para la estabilidad mundial.
Nada de esto pasó desapercibido para Su Alteza Serenísima, el emperador Helmut, que hervía de rabia e indignación. Cómo hacer que le tomaran en serio, se preguntaba. Cómo hacer que Silvonia y su emperador ocuparan el lugar que merecían en el mundo.
La respuesta se la dio la Conferencia Naval que se celebró en Londres en 1908. El carácter de una nación no se puede pesar en una balanza ni medir con un metro, entendió; se necesita algo mensurable: una marina de guerra poderosa. El peso de una nación se mide concretamente con los acorazados, explicó al atribulado Telhefunken antes de enviarlo a Londres con la tarea de notificar al mundo que Silvonia se disponía a construir su primer acorazado. Esta idea fue acogida con gran jolgorio en la Conferencia Naval, pues no deja de ser bastante hilarante que una nación sin acceso al mar se dedique a tener una marina de guerra. Por tanto, nadie se opuso a la estrafalaria intención del emperador de Silvonia, a la que se le concedió permiso para construir un acorazado de cuantas toneladas quisiera.
La nación se puso enseguida manos a la obra, aunque no sin algunas protestas, pues la construcción del acorazado sí acarreaba una subida de impuestos considerable para poder costearlo. Pero de inmediato se presentó la cuestión que tan divertida había parecido en Londres: dónde ubicar el acorazado. Silvonia no tenía costa y parecía ridículo que el buque quedara fondeado en las aguas territoriales de algún país vecino. El emperador no se amilanó ante esto y declaró que la solución era muy sencilla: el río. «Pero el río no tiene caudal suficiente», adujeron los ingenieros navales contratados para la empresa. «Pues lo ampliaremos», contestó sencillamente Helmut. La voluntad del emperador se impuso de nuevo y las excavadoras no tardaron en comenzar a trabajar en el cauce del río, importándose también del extranjero, de forma continuada, cantidades ingentes de agua para llenarlo como era debido, convirtiéndose así el río prácticamente en un canal artificial.
Finalmente, después de tres años de arduos trabajos, se concluyeron el entrenamiento de la marinería, el acondicionamiento del río y la construcción del acorazado. Para su botadura solemne, fueron invitados periodistas y estadistas de toda Europa, que llegaron a Silvonia atónitos y expectantes a partes iguales. Helmut presidía la ceremonia ataviado con su uniforme de Gran Almirante, el primero de la historia gloriosa de Silvonia. Anunció al mundo que éste era sólo el primer paso hacia un nuevo orden europeo y mundial y que por fin Silvonia estaba en situación de reclamar el puesto que por derecho merecía entre las potencias. Tronaron entonces los poderosos cañones del monstruo metálico en una salva que aplaudió el pueblo de Silvonia, al que el emperador se dirigió directamente para terminar su discurso: «Aquí, delante de esta maravilla de la ingeniería y con el mundo entero de testigo, os prometo, súbditos míos, que jamás un ejército enemigo podrá desembarcar en nuestro país».
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