Al señor Belvedere le importaba mucho su vecina, le importaba productos exóticos que no podía conseguir por vías normales. Este comercio estraperlista pasaba desapercibido para las autoridades, que estaban demasiado ocupadas dirigiendo el país hacia el siglo XX (había todavía un retraso considerable, se esperaba llegar al siglo XXI a mediados del XXII). Entre los productos exóticos que importaba para Belvedere se encontraban artículos como perlas de lluvia venidas de países donde nunca llueve —que es de una canción de Jacques Brel, pero como está muerto no puede demandar al autor de este relato—, sellos corintios, distintas especies de especias (pólvora, azufre, arsénico), popes ortodoxos, hotentotes hugonotes, balalaicas para ambidextros, bulas papales que permitían infringir los diez mandamientos, lencería francesa, chocolate suizo y un sinfín de cosas necesarias para una buena vida.
Sucedió que ese año se adelantó la navidad debido al cambio climático. El 16 de octubre era Nochebuena y Belvedere esperaba un pedido importante para la semana anterior a esa fecha, ya que se había propuesto colmar de regalos a sus familiares como si de un príncipe de cuento se tratara. Pero los días iban pasando y el pedido no llegaba, lo que naturalmente preocupaba a Belvedere, que era un tipo paciente sólo hasta cierto punto, pues esperar eternamente puede ser muy elevado para el espíritu, pero no es nada práctico. Armándose de valor (y de granadas de mano, por si el valor no era suficiente), fue a hablar con su vecina. Ninguna precaución estaba de más, ya que se decía que Virtudes, que así se llamaba la vecina, tenía negocios con diversas mafias internacionales y murcianas. Golpeó la puerta de su apartamento quedamente, como con timidez y esperó durante lo que le pareció una eternidad (recuérdese que era paciente sólo hasta cierto punto). Finalmente se abrió la puerta y en el umbral apareció una nube de humo y rulos. Era Virtudes, que tenía un grave problema de tabaquismo.
—¿Qué te trae por aquí, Belvedere? —preguntó con la voz de ultratumba resultante de tantos cigarrillos.
—¿Qué hay de lo mío? —balbució el interpelado.
—El horror, el horror —contestó ella imitando a Marlon Brando, con quien tenía un extraordinario parecido físico.
Lo que había sucedido, según le explicó, era que unos piratas somalíes habían interceptado el barco que transportaba la mercancía solicitada y ésta, por tanto, no llegaría jamás. ¡Qué desastre!, se lamentó Belvedere. Adiós a la Navidad, no habrá regalos este año, navidades negras. Virtudes, viéndolo tan abatido, intentó consolarlo devolviéndole el dinero, aunque no tenía ninguna obligación legal puesto que no habían firmado ningún contrato, y es que el mercado negro está muy mal regulado. Belvedere le agradeció de corazón tan bello gesto y se despidió de ella. ¿Qué hacer?, se preguntaba mientras volvía a su piso. No podía quedar mal delante de la familia, tendría que improvisar unos regalos aceptables con lo que pudiera encontrar. Se encerró en su piso dispuesto a resolver el problema o morir en el intento.
Como es natural e inevitable, pasaron los días, de forma que por fin llegó Nochebuena. La ciudad estaba engalanada para la ocasión y llena del espíritu navideño propio de una obra de Dickens: pedigüeños famélicos solicitaban limosna, jovencitas se prostituían, niños lisiados morían en las calles. El gobierno no había reparado en gastos este año para conseguir lo que todos deseaban: una navidad de cuento. Belvedere, imbuido del mismo espíritu navideño que inundaba las calles, decidió ir bailando sobre la nieve (que había sido comprada en Finlandia) todo el camino hasta casa de su tío Víctor Hugo. Al llegar a ella, le abrió la puerta la mujer de su tío, Influenza.
—Hola, Belvedere —dijo ella.
—Hola, Influenza —contestó él.
Conscientes de la poca originalidad de sus saludos, decidieron no decirse nada más.
¿Qué me has traído?, gritó de pronto la voz infantil de un niño (los niños suelen tener voces infantiles, pero no está de más insistir en ello). El niño era Tñz, un pequeño indígena que Víctor Hugo había adoptado en uno de sus viajes al Amazonas, pues había aceptado la jubilación aventurera que ofrecía el gobierno para deshacerse de los ancianos que se empeñaban en cobrar sus pensiones (hasta ahora Víctor Hugo había conseguido sobrevivir, lo que resultaba perjudicial para los presupuestos estatales).
—No te lo puedo decir todavía —le explicó Belvedere al pequeño saltimbanqui—, tienes que esperar a la mañana de Navidad, es la tradición.
—Qué rollo —dijo el niño en un ejercicio de precoz heterodoxia.
El tío Víctor Hugo, que a pesar de su nombre se parecía a Tolstoi, bajó las escaleras y dijo algo en polaco, idioma que estudiaba por telepatía. Luego le dio un afectuoso abrazo a su sobrino intentando robarle la cartera, que era una costumbre familiar. Belvedere le abofeteó un par de veces e Influenza anunció que la cena estaba lista. Se sentaron a la mesa y esperaron a que la bendijera uno de los popes que Belvedere había importado ese año, después cenaron excelentes viandas. Influenza dijo que había kiwi de postre. No, gracias, nunca como aves, respondió Belvedere. Todos eran mis hijos, dijo de pronto Víctor Hugo, que gustaba de hacerse el enigmático. Influenza comenzó a sollozar quedamente al recordar que Jesucristo estaba muerto. Tñz preguntó si podían abrir ya los regalos. Decidieron que era buena idea.
Víctor Hugo miró a su mujer a los ojos y le regaló un consejo: nunca consumas alimentos caducados, cariño. Ella le contestó que era un hombre horrible y que ya se lo había advertido su madre, luego le dio el jersey que había tejido para él. Tñz recibió de Influenza un patinete, aunque el niño esperaba una videoconsola. Víctor Hugo dijo: yo te regalo el futuro, hijo mío, es todo tuyo, disfrútalo. A Belvedere le dieron unos calcetines y las gracias por venir.
—¿Y tú qué regalos traes, sobrino? —preguntó Víctor Hugo con su característica voz de barítono.
—Ahora lo veréis —contestó Belvedere.
A su tío le entregó una corbata, pero no una corbata cualquiera, sino una corbata-espada muy práctica (y elegante) para defenderse de maleantes. La había confeccionado cosiendo dos corbatas de manera que ocultaran un machete entre ellas. A Tñz le dio unos ojos de cristal de su colección para que jugara a las canicas (los diferentes iris entusiasmaron al niño). A Influenza le dio la vacuna contra la gripe, matándola al instante. Ante esto, el tío Víctor Hugo encogió los hombros. Tñz, que era jíbaro, encogió la cabeza de la muerta.
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