Conducía por carreteras secundarias, para evitar a la policía. No porque fuera un criminal buscado, que no lo era, sino para sentirse como uno. Le gustaba pensar que llevaba otra vida, una vida de whisky y mujerzuelas, de cigarrillos y mujerzuelas, de atracos a bancos y mujerzuelas cómplices. Conducía entre ensoñaciones criminales cuando el motor empezó a toser. Vaya calamidad, pensó, menos mal que no me persigue la policía. Pensaba ya que se iba a quedar tirado en la carretera, en una carretera secundaria por la que apenas pasaban vehículos, pero quiso el autor que a menos de dos kilómetros hubiera un pueblo, cosa que le indicó al protagonista una señal junto al camino. Su automóvil jadeaba renqueante, como si se fuera a detener en cualquier momento, pero él comenzó a jalearlo, a darle ánimos, a tocar con la bocina el himno alemán, pues se trataba de un Volkswagen. Y surtió efecto, pues pudo llegar al pueblo y preguntarle a una señora que vestía de riguroso negro si había algún taller de reparaciones cerca. Así es, contestó la anciana, que presumía de una perfecta dicción a pesar de tener la boca desprovista de dientes, el del Pajalarga, siga todo recto, no tiene pérdida. Un último esfuerzo, cariño, le dijo el protagonista del relato al coche, no a la vieja, que quedaba atrás, en el pasado. El taller parecía una funeraria para coches, se dijo cuando llegó a él. Salió a atenderle un joven con el pelo grasiento que limpiaba sus gruesas gafas con un mandil también grasiento. De haber sido una peli de Berlanga habría ido en pelotas, pero el que fuera vestido le indicó que seguía en la realidad o en una ficción distinta.
—Buenas tardes, el motor de mi coche hace ruidos —le dijo al joven.
—No se preocupe, voy a echarle un vistazo.
Mientras el joven hacía su trabajo, él se dedicó a mirar los calendarios de mujeres desnudas que cubrían las paredes del taller. Se imaginó estando con ellas, llevando una vida llena de peligros, whisky y cigarrillos. Sí, nena, tú sabes lo que me gusta, musitó y se dio cuenta de que el joven estaba a su lado, mirándole.
—Su coche tiene tuberculosis —anunció el mecánico.
—¿Tiene arreglo?
—Sí. Una pastilla de quinina en el radiador y listo.
—¿La quinina no es para la malaria?
—Es que también tiene malaria. ¿No se ha dado cuenta de que la pintura de la carrocería está amarillenta?
—Oiga, amigo, es el color de moda: rojo maoísta.
—No, hágame caso, es malaria.
—Me parece que me está timando usted.
—En cualquier taller le dirán lo mismo. Su coche está muy enfermo, pero tiene usted suerte, pues soy doctor en mecánica. Pero si se niega a que reciba tratamiento tengo aquí unos formularios que la ley le obliga a rellenar.
—No, está bien, soy alérgico a la burocracia. Salve a mi coche, es el único que tengo.
El mecánico le dijo que el trabajo le llevaría una hora, que había que ver cómo respondía el vehículo al tratamiento, así que el protagonista de la historia salió a dar una vuelta. Como había sido gimnasta en su juventud dio no una, sino varias vueltas de campana. Se aburrió pronto de esto y siguió caminando sin ostentaciones atléticas hasta que llegó a un riachuelo donde se bañaban unas chicas. Las chicas le saludaron con la mano y esta desacostumbrada simpatía le llenó de pasmo y fantasías pornográficas. Con una gran sonrisa les preguntó si les gustaba el whisky.
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