jueves, 31 de enero de 2008

Babeth

Quizás pueda reconciliarme con el mundo, pienso cuando miro a Babeth, desnuda, paseando sus espléndidos diecinueve años por la habitación. Desde la más sincera admiración le digo que su cuerpo me recuerda al de Ludivine Sagnier, pero ella ríe. Se acuesta a mi lado, acaricio su piel con devoción y no consigo abandonar la sensación de irrealidad. ¿De dónde ha salido esta chica?, me pregunto todo el rato. Una noche me hace leer a Piglia "con acento argentino" (sólo alguna frase). Para corresponder, ella me lee a la noche siguiente un poema de Boris Vian -en francés- y yo entonces menciono que una vez dije que quería una chica con la que hablar, en la cama, del señor Vian. El martes tiene que ir a trabajar y nos separamos durante unas horas; al cruzar la calle se gira para mirarme, como sabiendo que es una chica cinematográfica y se espera ese gesto de ella. Yo pienso, por enésima vez, que me encanta mi francesita de ojos verdes y que la vida, después de todo, quizás está llena de posibilidades.
Me perdona todas mis tonterías, como cuando pervierto el poema Aceituneros, de Miguel Hernández, y le digo: "Babeth, levántate brava/ sobre tus piedras angulares/ no vayas a ser esclava/ con todos tus lunares". Nos pasamos los días desayunando a las cuatro de la tarde y almorzando/cenando a las dos de la mañana. Una noche le da por comer naranjas y se compara con Arturo Bandini, y yo me digo que tendría que raptarla y vivir siempre con ella, aunque sus admiradores la buscarían por tierra, mar y aire.
"Creo que ni siquiera tú estás a salvo de tu embrujo", le susurro una noche, aprovechando que duerme.

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