Allí iba yo, barbudo y consumido, cantando
The eternal, de Joy Division, sin que se fijaran en mí ojos de color azul de Prusia. Tenía treinta años, pero parecían sesenta, y era licenciado en filosofía como podía ser licenciado en nada. Era otoño en Glasgow y estaba solo, como lo había estado toda mi vida. Quién necesitaba mujeres cuando podías no tener absolutamente nada, me decía. Mi primera novela, que entonces ya sospechaba que nunca se publicaría, me esperaba, sugerente, sobre mi mesa. Todo era un error y lo sabía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario