Era septiembre, así que el país volvía a estar en guerra. Altavoz, protagonista de innumerables cuentos (y canciones francesas), se encontraba en la oficina de empeños con la intención de vender la dentadura de su casero para comprar balas, pero su unidad fue movilizada tan repentinamente que no pudo realizar la tan deseada transacción antes de que lo llevaran al frente. Ya que no formaba parte del carácter de nuestro héroe dejarse vencer por las dificultades, procedió a desarmar la dentadura y cargó el fusil con los dientes de su casero. "Así tendrán más mordiente tus disparos", le dijo Ernest, que era idiota.
En el frente no había nadie, ni siquiera el enemigo, que sin duda se había retrasado. Aprovechando la situación, la unidad de Altavoz cavó trincheras olímpicas para poder guarecerse de las miradas indiscretas de los soldados enemigos, si es que tenían a bien aparecer en algún momento de la tarde.
Un par de horas después, cuando ya Altavoz se había proclamado campeón de póquer de su trinchera, llegó por fin el enemigo, causando todo el estruendo que podía con sus tanques y sus fanfarrias, lo que sin duda resultaba muy molesto para los vecinos de la zona. Altavoz, joven e impetuoso, asomó la cabeza unos segundos, apuntó cuidadosamente y disparó contra el que más medallas llevaba. Resultó que era el Káiser, que gustaba de tener excesivo protagonismo, y que recibió el impacto de una muela en pleno corazón, lo que le provocó una muerte que no estaba en sus planes inmediatos.
Habiéndose convertido su país de súbito en república, los soldados enemigos concluyeron con buen criterio que los valores de su sociedad habían cambiado y que, por tanto, era del todo improcedente continuar con esa guerra. Enseguida se firmó la paz con gran jolgorio y correr de bebidas espirituosas, y a Altavoz le concedieron tres medallas que le habían arrebatado al cuerpo del Káiser, medallas que empeñó más tarde para comprarle una nueva dentadura a su casero.
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