sábado, 7 de febrero de 2004

Meditaciones

Hoy he tenido un examen de filosofía de la mente. La noche anterior me la he pasado en vela estudiando lo que decían Platón, Aristóteles, Descartes, Ryle, Wittgestein y los conductistas acerca del alma, el cuerpo, la conducta y los partidos de cricket. Finalmente, a eso de las siete caí dormido y soñé que Descartes asesinaba a Ryle con un piolet gritándole "la materia no existe y el centro de mi corazón tampoco". A las ocho desperté y me encaminé a la universidad con el alma llena de dualismo cartesiano y exuberancia adolescente.

Una vez allí, el profesor nos recibió con un triple salto mortal y, por algún motivo que desconozco, se empeñó en llamarme Francisco todo el rato. Yo no le dije nada, por si acaso descontaba puntos en la nota final. Mientras tanto, el verdadero Francisco lloraba desconsolado en un rincón, ignorado por todos.

El examen constaba de preguntas, algo lógico desde algunos puntos de vista. Las preguntas, a su vez, había que contestarlas (se esperaba que de forma correcta). Yo, de espíritu inconformista, me dediqué a realizar retratos de personajes del siglo XIX, añadiendo frases ingeniosas al pie de cada retrato. No obstante, en un momento de sinceridad cristiana, empezaron a manar lágrimas de arrepentimiento de mis ojos y, avergonzado, escribí en el examen a mi profesor que no era digno de ser su alumno y que me arrastraba suplicando su perdón. Terminé el dibujo que me representaba crucificado en el Gólgota y entregué el examen.

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