Altavoz recibió un permiso de un mes, puesto que el país no estaba en guerra con nadie y no había presupuesto para pagar a soldados desocupados. Vaya a ver a su familia, le dijo el sargento. Pero Altavoz no tenía parientes cercanos y no sabía cómo aprovechar tanto tiempo libre. La vida en el cuartel era más sencilla. Y más aún en las trincheras, pegando tiros al enemigo. Pero no había nada que hacer, así que decidió visitar a su amigo Clochard, que no estaba en ese momento en casa, pues había salido a ver los aeroplanos de Brescia, que estaban de gira y habían llegado a la ciudad.
Los aeroplanos volaban sobre las cabezas de los ciudadanos que, apiñados en el campo, saludaban tal desafío a la ley de la gravedad agitando sus sombreros en movimientos espasmódicos. Entre esta multitud enloquecida estaba Clochard, que observaba el movimiento de los aviones con rostro preocupado, pues había comprado acciones de la compañía Zeppelin. Al ver a Altavoz, sonrió como era costumbre entre los amigos de aquella época. Altavoz le contó enseguida que estaba de permiso y le propuso ir de vacaciones a algún enclave turístico. Clochard se encogió de hombros, que era algo que hacía con suma elegancia. Vamos a los mares del sur, por ejemplo, dijo Altavoz. Pero era muy caro, así que fueron a la playa, que se parecía (si uno ponía de su parte; sobre todo, alcohol).
Había mujeres, lo que siempre era interesante. Podría casarme con todas, decía Altavoz. Clochard no decía nada, pues su tartamudez seguía siendo un grave problema a la hora de comunicar ideas, pero también pensaba en acercarse a las damas y cortejarlas. Se lo impedía su ya dicha condición de tartamudo y también una sempiterna timidez. Ay, cómo hablar a una mujer si el miedo nos invade y además no disponemos de una lengua tan ágil como nuestro pensamiento, se lamentaba. Altavoz, entre tanto, ya había seducido a unas cuantas señoritas, provocando algunos líos que pronto aparecerían en canciones francesas.
Pasaron unos días de asueto así, dedicados al dolce far niente, pero el dinero se acababa. Podríamos trabajar, pensó Altavoz, pero éste era un pensamiento adventicio. Los héroes no trabajan, salvo por alguna buena razón como rescatar a una atribulada damisela, aunque en pocas ocasiones se presenta la ocasión de rescatar a alguien mediante el trabajo. Clochard, por el contrario, era ayudante de héroe, por lo que bien podía trabajar. Sin embargo, su tartamudez lo invalidaba para desempeñar función alguna en el boyante sector de servicios propio de la región costera en la que estaban de vacaciones. Qué calamidad, se decían en sus corazones. Yo podría contar mis hazañas y cobrar por ellas, exclamó Altavoz dando un fuerte golpe en la mesa con el puño, gesto que siempre impresiona bastante, sobre todo si el otro ocupante de la mesa no se lo espera y derrama su bebida. Pero no, ser trovador de uno mismo es indigno, lo ideal es que sean otros quienes canten tus historias. El futuro se presentaba sombrío y decidieron dar una última vuelta por la playa; mañana tendremos que volver a casa, se dijeron. En este paseo advirtieron que los bañistas estaban muy morenos: parecían indígenas de los mares del sur, observó Altavoz. Esto los legitimaba para declararles la guerra en nombre de la civilización occidental y cobrarles tributos para su gobierno. Enseguida desempolvaron los fusiles (un soldado nunca viaja sin su fusil) y empezaron a disparar a diestro y siniestro.
1 comentario:
Y bueno. Cualquier podría pensar a priori que las guerras coloniales huelen bien...
(Está bien, el juego de palabras es pésimo, lo reconozco, pero es que he estado contando microalgas y es una labor embrutecedora).
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