martes, 5 de agosto de 2008

El terror

Yo me metí en esto del terrorismo con la idea de ligar y hacer amigos, pues siempre me ha costado relacionarme con la gente. Al principio encajé muy bien, me recordaba mis tiempos de jugador de rol, salvo que esta vez no nos salíamos del papel en ningún momento. Se podría pensar que una banda terrorista es como una familia, pero nada más alejado de la realidad, lo cierto es que dentro había diversas facciones y camarillas. En un primer momento me pareció que lo mejor era juntarme con los dogmáticos, que eran los que llevaban el cotarro. Me dije que sin duda ser dogmático atraería a las mujeres guapas, pero resultó que no. Para empezar, las dogmáticas no eran lo que se dice las mujeres más atractivas del mundo, de hecho tenía problemas para diferenciarlas de los dogmáticos varones, lo cual siempre resultaba molesto para todos. Iba de malentendido en malentendido. Por otra parte, un dogmático no puede dudar en ningún momento y me miraban mal si preguntaba si no habíamos quedado demasiado pronto para mañana. Además, la facción dogmática era profundamente endogámica, por lo que no había posibilidad de intimar con alguna compañera de ideas no tan firmes.
Así que reculé, me fui con los reformistas, que estaban siempre en desacuerdo con la postura oficial, fuera la que fuera, aunque la semana anterior la hubieran presentado ellos. Este dadaísmo iba más con mi carácter, que al fin y al cabo me había hecho terrorista para conocer mujeres, lo que en palabras de mis padres era una insensatez.
En las filas reformistas conocí a Martha, que el primer día desconfió de mí por ex dogmático, o eso deduje cuando me llamó «cerdo del Aparato». Al día siguiente estuvo más amable conmigo, tanto que se despidió de mí con un suave beso en los labios, lo que consideré mi primera victoria contra el Sistema. Sin embargo, a la tarde siguiente se mostró fría y distante, como si no me conociera, pero pasadas otras veinticuatro horas volvía a mostrarse amistosa. Es ciclotímica, me dije, tendría que medicarse, pero me equivocaba, simplemente era reformista, escéptica, no podía mantener siempre la misma postura, que eso conducía al inmovilismo. Intenté adaptarme a esta situación, pero a este ritmo me iba a volver loco.
Me fui entonces con los ideólogos, que se consideraban el alma del movimiento. Pero aquí no entendía nada. ¿La represión, camarada, es monista o pluralista?, me preguntaba un barbudo. ¿Te parece que la lucha armada es una acción epistemológica?, me preguntaba luego una chica de aspecto intelectual. Yo contestaba según lo que me sonara mejor, pero por las miradas que me dedicaban estaba claro que no les convencía del todo. En resumidas cuentas, tampoco aquí conseguía ligar. En un acceso de desesperación, le pregunté a uno de los ideólogos qué era lo que había que hacer para follar aquí. Él me miró muy serio y me contestó que el sexo era una actividad dialéctica sobrevalorada. Cansado de ligar sólo en el plano teórico, abandoné a los ideólogos en busca de algo de acción y me presenté voluntario a formar parte de un comando.
Entre atentado y atentado era difícil ligar, fue lo primero que aprendí. No había tiempo, la policía nos estaba buscando, etcétera. Para colmo de males en nuestro comando sólo había una mujer y estaba casada con un compañero. Era la experta en explosivos, se quedaba en el piso franco preparando las bombas y los biberones, pues tenía un niño de corta edad. Yo fantaseaba con la posibilidad de empezar una relación clandestina con ella y así no tener que esconderme sólo de la policía y el Estado, sino también del marido de mi compañera, pero ella opinaba de forma distinta, pues me rechazaba una y otra vez.
Así estábamos cuando un día la policía derribó la puerta del piso franco. La verdad es que lo esperábamos desde hacía un par de semanas, por lo que habíamos tomado la precaución de deshacernos de todo lo que pudiera incriminarnos. La policía no encontró nada en el registro, claro, pero aun así nos llevaron a comisaría para interrogarnos. Yo adopté una actitud mansa y no protesté ante el atropello que suponía aquello. Iba con la idea de mantenerme firme en el interrogatorio, pero entre los agentes que me preguntaban esto y aquello había una policía muy guapa de la que de pronto me sentí enamorado. No pude negarle nada, empecé a hablarle de todo, le dije dónde habíamos escondido las armas y nuestros próximos objetivos. Ella me dijo que si colaboraba con la policía como «topo» podría librarme de la cárcel. Yo la miré y le pregunté si convertirme en un soplón significaría verla a menudo. Ella sonrió y dijo que sí.

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