Querido Leonard:
La primera vez que oí tu nombre fue hace más de veinte años, cuando aún era un adolescente ignorante, en una canción de Nirvana. Give me a Leonard Cohen afterworld, pedía Kurt Cobain. Quién será este Leonard Cohen, me pregunté yo. Entonces no había internet en el que realizar una sencilla búsqueda para averiguarlo y mis padres tampoco te conocían, pues nunca prestaron demasiada atención a músicos extranjeros, exceptuando a los Beatles y a ABBA. Sin ninguna duda, el mundo parecía un lugar enorme y desconocido en Málaga a principios de los noventa. Sobre todo si eras un muchacho triste y solitario.
Unos años después, ojeando en una librería, hallé un pequeño poemario de color negro titulado La energía de los esclavos. En la cubierta aparecía también tu nombre, que aún recordaba, y tu rostro, que veía por primera vez, enjuto y en blanco y negro, casi camuflado entre las sombras. Me llevé el libro a casa, por supuesto, y leerlo hizo que mi universo se expandiera de manera repentina. Podría decirse que tus palabras fueron mi Big Bang y a partir de ese momento ya nunca sería el mismo, aunque creo que entonces no me di cuenta de que se trataba de un instante fundacional de mi vida. Me impactó sobre todo un poema que decía así: «Muero / porque tú no has / muerto por mí, / y aun así / el mundo te ama. // Escribo esto porque sé / que tus besos / nacen ciegos / de las canciones que te emocionan. // No quiero que haya finalidad / en tu vida. / Quiero perderme entre / tus pensamientos, // igual que uno escucha a la ciudad de Nueva York / cuando se duerme».
Internet era todavía un lugar en construcción, poco habitado y donde abundaban las avenidas vacías, pero de todos modos conseguí encontrar información sobre ti en Altavista o alguno de aquellos buscadores rudimentarios de los inicios de la red. Eras un cantante canadiense, pero antes habías sido poeta y novelista y lo último que se sabía de ti era que te habías retirado a vivir en un monasterio budista. No sé por qué, pero me pareció que lo más adecuado era introducirme en tus discos de manera cronológica, como si hubiera sido un joven en la década de los sesenta y no treinta años después. Comencé de inmediato la lenta tarea de descargar tus álbumes mediante Napster. Canción a canción, poco a poco a causa de las deficientes conexiones de la época. Tu primer disco llevaba el sencillo título de Songs of Leonard Cohen y la primera canción se llamaba Suzanne. En cuanto sonaron los acordes iniciales, esos acordes que me han acompañado toda mi vida, me vi llevado a la casa de Suzanne junto al río. Ella estaba medio loca, decías, pero por eso querías estar allí y te ofrecía té y naranjas que venían de China.
Hablabas para mí. En Winter lady, en Hey, that’s no way to say goodbye, en One of us cannot be wrong (¿puede haber forma más poderosa de acabar un disco?). En So long, Marianne, por supuesto. Yo en aquella época creía haber encontrado a mi Marianne, con la diferencia importante de que ella no me hacía el menor caso a mí, pero no importaba: la sensación de ausencia sempiterna me ayudaba a sentirme identificado con tu despedida en forma de canción. Pues ¿qué era mi vida amorosa sino una constante despedida? Pero a través de la soledad y el tormento encontré tu voz y ya nunca me abandonaste. En los días oscuros tu música fue siempre la grieta por la que se coló la luz, como dirías tú.
Con el paso de los años fui adquiriendo todos tus libros y discos. El juego favorito se convirtió en una de mis novelas predilectas y en numerosas ocasiones volví a pisar las calles de Montreal junto a Breavman y Krantz y las de Nueva York con Shell. Recuerdo que en el libro de poemas que equivocadamente tradujeron como La muerte de un mujeriego escribías una de las mejores declaraciones de amor que he leído nunca: «Exceptuando el miedo a perderla, no tengo ninguna queja». Quién no habrá sentido eso alguna vez.
Sobre ti edifiqué mi religión. Siempre dije a la gente: yo sólo rezo a las mujeres y a Leonard Cohen. Y a todas las mujeres de mi vida intenté convertirlas a esta fe en ti, pero creo que nunca entendieron mi obsesión por la obra de un señor judío de Canadá. Pensaban, supongo, que yo estaba un poco loco, que no era para tanto. ¿Cómo hacerles comprender lo que significaban las eternas horas de soledad? ¿Cómo explicarles lo que habías hecho por mí? ¿Cómo encontrar las palabras adecuadas? Tendría que haber sido tú para lograrlo.
En enero de 2008 anunciaste tu primera gira en quince años, una gira mundial. Yo tenía veintinueve años y amaba a otra mujer que no me correspondía. Me acordaba de un corto y jocoso poema tuyo en el que decías: Marita, / please find me. / I’m almost thirty. «Marita, por favor encuéntrame. Tengo casi treinta años». No dejaba de pensar que resulta adecuado que en inglés a las palabras thirty (treinta) y thirsty (sediento) sólo las separe una letra, pues yo me moría de sed de amor y vida mientras me consumía de soledad a orillas de la treintena. Pero de pronto la posibilidad de verte en concierto llenaba de ilusión mis días. Qué regalo para todos nosotros que abandonaras tu retiro, aunque tuviera que ser a costa de tus ahorros. Dicen algunos cristianos que en realidad Judas no fue más que el instrumento de Dios para que Cristo cumpliera su cometido de sacrificarse por los pecados del mundo. Me gusta pensar que tu agente nos hizo a todos un servicio similar al robarte todo tu dinero y obligarte a volver a dar conciertos, aunque seguro que tú no compartirías mi análisis.
Diecinueve de julio de 2008. Justo dos meses antes de mi trigésimo cumpleaños. Los fieles aguardábamos junto a la puerta del recinto donde se celebraría tu concierto de Lisboa. Así empiezan las religiones, pensé. Con una peregrinación. Con una prueba de resistencia bajo el sol veraniego, también. Llegó un minibús y la gente saludó con gran revuelo a sus ocupantes. Yo les dije a mis amigos: «sólo son los músicos, qué reacción tan exagerada». Pero nada más terminar la frase vi que tú también nos saludabas desde uno de los asientos. Qué estúpido por mi parte, ¿cómo no ibas a ir con los músicos como uno más? Me levanté de un salto con una gran sonrisa bobalicona y agitando la mano como un demente. «Era Leonard Cohen», dije a mi amigo y su novia cuando el minibús se introdujo en el recinto vallado y desapareció de nuestra vista. «Era Leonard Cohen», repetí como si ellos no hubieran estado presentes, como si el momento hubiera sido sólo para mí.
Recuerdo bien la carrera cuando abrieron las puertas, el ansia por alcanzar la primera fila, la suerte de lograrlo, el casi desfallecimiento por el calor y el esfuerzo físico, el apretar los dientes para no echar a perder lo logrado. No, llevaba años esperando este momento y no iba a permitir que mi cuerpo me traicionara ahora con algo tan prosaico como un golpe de calor. Cerré los ojos, bebí agua, me aferré a cada bocanada de aire y aguanté.
El sol se escondía en el horizonte cuando apareciste en el escenario con una amplia sonrisa y tu coro de ángeles empezó a tararear. Dance me to the end of love. «Baila conmigo hasta el fin del amor». Qué aplauso atronador recorrió el público. Tres horas de gracia, elegancia y belleza nos concediste esa noche en la que vertimos lágrimas de felicidad. Señalabas la luna lisboeta mientras nos cantabas que eras nuestro hombre y una mujer del público respondió con espontaneidad: yes, you are. Nos guiabas con una señal en el cielo.
Magic is alive, God is afoot, escribiste una vez. «La magia está viva, Dios está en marcha». Y Dios eras tú.
En 2009 volví a acudir a tu llamamiento, esta vez en Granada, a mediados de septiembre. Había hablado con mi ex novia A. sobre ir juntos y compré para tal fin dos entradas, pero a la hora de la verdad se echó atrás y me dijo que aquello nunca había ido en serio, que ella lo que quería decir es que habría sido bonito ir juntos si las circunstancias hubieran sido otras, pero no lo eran. Como siempre, yo no entendía nada. Así que me vi con dos entradas para un concierto de Leonard Cohen y sin acompañante. Me gustaría decirte que supe resolver el problema como en alguna comedia romántica, pero te estaría mintiendo. Le propuse a B. ir juntos, pero ella tampoco podía. Probé con otras, hasta con L. Y con un buen amigo, pero también le era imposible. Al final fui solo, claro, con las dos entradas en el bolsillo. Sopesé la posibilidad de revenderla frente a la plaza de toros donde ibas a tocar, pero nunca he sabido muy bien cómo funcionan estas cosas.
En El juego favorito, Lawrence Breavman le decía a una chica que quería acostarse con ella «porque una vez nos cogimos de la mano». Mis motivos para invitar a esas chicas eran parecidos, me temo. Porque una vez nos cogimos de la mano. No sé si muchas personas irán solas a los conciertos, pero quizá fuera mejor así. A fin de cuentas, era como volver a escucharte en la soledad de mi cuarto. Qué importaban las miles de personas que me rodeaban.
En octubre de 2012 te vi por última vez. En Madrid. Entonces no lo sabíamos, pero era tu gira final. Esta vez, sin embargo, me acompañaba una chica que además me quería. Yo no sabía que tú y yo nos estábamos despidiendo, pero creo que ésta sí era una manera de decir adiós. Ahora pienso que era como si te estuviera diciendo: Mira, Leonard, lo he conseguido. Lo hemos conseguido. Y Sonia se emocionó tanto como yo. «Es el mejor concierto en el que he estado», me diría después. Gracias también por esto, Leonard.
El año pasado, cuando falleció Marianne, tu amor de los tiempos de Hidra, me dije que era muy extraño que las musas fueran también mortales. Los medios publicaron que te habías despedido de ella en una emotiva carta en la que afirmabas que la seguirías pronto. Quise pensar que con «pronto» te referías a unos años, no a unos meses, pero poco después el New York Times publicó un artículo sobre ti en el que declarabas que estabas preparado para morir. Me negué a aceptarlo. Tú tenías que llegar a los ciento siete años de edad, como Roshi, tu maestro budista. El secreto tenía que estar en la meditación zen.
Luego presentaste You want it darker, tu último álbum, y con tu estilo socarrón dijiste que habías exagerado con lo de que estabas preparado para morir. Que pensabas vivir para siempre, afirmación que despertó la risa de los periodistas. Siempre supiste ganarte al público. Nos engañaste a todos para que no sufriéramos. Y te creímos a pesar de tu aspecto frágil. ¿Qué había sido de aquel anciano jovial que no hacía tanto brincaba y danzaba por el escenario? ¿Cuándo te había alcanzado finalmente la vejez? Sí, quizá ya no pudieras dar conciertos, pero nos aseguraste que seguías trabajando. Habría nuevos poemas, nuevas canciones. Seguirías con nosotros mucho tiempo.
El diez de noviembre de 2016 por la mañana tenía un mensaje de voz en el teléfono móvil. Me lo mandaba un amigo desde Colombia. Yo dormía y él leía que habías muerto. De inmediato lo comprobé en distintos medios digitales, como si buscara que el siguiente desmintiera a los anteriores.
Miré por la ventana. La vida seguía como si nada aunque había muerto Leonard Cohen. Y repetí estas cuatro terribles palabras como si así pudiera deshacerlas: Ha muerto Leonard Cohen. No me avergüenza confesar que lloré. Lloré porque se me había ido un amigo muy querido. Intenté razonarlo, decirme que habías habitado el mundo ochenta y dos años y eso estaba muy bien. Pero no podía evitar sentir dolor. Love itself was gone, como cantabas tú.
Magic is alive, God is afoot. Ya no sé si la magia está viva. Ahora que ya no estás.
Nunca sabrás todo lo que hiciste por mí, las veces que me salvaste. Me enseñaste a ser elegante en la derrota. Me gustaba pensar que un día tendría la fortuna de conocerte y podría contarte la influencia decisiva que has ejercido en mi vida. Ya nunca podrá ser. Gracias por todo, Leonard. Por tu presencia constante. Por tu voz, por tus palabras. Hasta siempre, viejo amigo. Me quedo sobre todo con estos versos tuyos de La energía de los esclavos: «Tu belleza está en todas partes, / la que destilamos juntos / de los tiempos difíciles».
2 comentarios:
Yo he pinchado el baladorro So long, Marianne, cuando se bailaba agarrado, cuando tu debías tener escasa edad; he ido siguiendo alguno de sus singles asombrado del éxito de una voz nada apropiada para cantar, para lo que yo entiendo por cantar.
Mi deficiente inglés no me ha dejado entender su faceta de creador, de poeta. Desde la lectura de este homenaje que dedicas a Leonard, intentaré entrar en su obra con otros ojos, otros oídos....
Me sentiré igual cuando algo así me pase con Silvio Rodríguez (en un momento dado llegué a saber tocar más de cien canciones de ese tipo).
Esperemos que sea dentro de muuuchos años.
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