«Por mi mala cabeza / yo me puse a escribir», que dijera José Agustín Goytisolo. Lo mío fue parecido, damas y caballeros, por mala cabeza, empujado por la necesidad de epatar y seducir a bellas señoritas. Pues inopinadamente decidí que las mujeres se sentían atraídas por hombres con aires literarios: bigotes proustianos, sífilis baudelaireanas, sodomías varias. Mi conversión literaria comenzó por los complementos, sí. No había escrito todavía una sola línea, pero cualquiera que me mirase no podía hacer otra cosa que pensar que se encontraba ante un verdadero autor, pues cumplía con todos los requerimientos externos. Así, era el más bullanguero de todos y un noctívago impenitente, competía en alcoholismo con el mismo Dylan Thomas y mis gustos sexuales eran tan depravados que hubieran escandalizado a Henry Miller. Fue también entonces cuando inicié el camino que conduce a la politoxicomanía, por parecerme a Burroughs, lo que era problemático, pues todo el dinero se me iba en drogas y no me llegaba para las prostitutas o el juego dostoievskiano. Por llamar la atención, por escandalizar aún más, mojaba los croissants en los charcos y luego me los comía, en imitación de Leopoldo María Panero. Nadie me había leído (principalmente porque no había escrito nada), pero la opinión popular era que mi obra tenía que ser gloriosa, pues ningún otro autor parecía tan auténtico.
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